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lunes, 18 de marzo de 2013

Diario de una tuppernauta en tiempos de crisis

Queridos tuppernautas: 



¿Os acordáis de esta tierna cancioncilla? Dice así:

"Érase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos. Y había también un príncipe malo, una bruja hermosa y un pirata honrado. Todas estas cosas había una vez, cuando yo soñaba un mundo al revés. Todas estas cosas había una vez, cuando yo soñaba un mundo al revés".

Se llama El lobito bueno y pertenece al escritor José Agustín Goytisolo. ¿La recordáis? Espero que sí, tuppernautas. Seguro que la habéis escuchado alguna vez -si sois de mi generación- cuando erais pequeñitos. 

Durante mi niñez, me encantaba escucharla y cantarla cada día. Para mí ha sido y es una de las canciones más dulces y tiernas de mi infancia. Es increíble cómo habiendo pasado tantos años, todavía me sigue conmoviendo como lo hacía en aquel entonces. Y qué bonita sonaba su melodía cuando la tocaba con mi flauta. Mi flauta. Ella se convirtió en mi fiel compañera. Mi instrumento favorito. Mi amiga inseparable. Dulce y tierna. Qué buenos momentos pasaba cuando la tocaba en el patio del portal de mi casa -la de mis padres, claro-. Su magia me acompañaba a todas partes. Un puñado de recuerdos imborrables, sin duda.

A veces, me encantaría poder volver físicamente a ese tiempo, a ese lugar, a esos momentos. Era feliz o - al menos- creía serlo. 

Esta canción me hace volver a ser una niña y esto es algo que me llena de ilusión. La recuerdo y su melodía me traslada a esa época. Entonces, vuelvo a aquel patio con mi flauta. Empiezo a volar y el vuelo me aleja de la realidad y así, sin darme cuenta, con las primeras notas flotando, vuelve la magia.

Muchas personas que me conocen me suelen decir en confianza que soy "demasiado niña" para la edad que tengo. Puede ser que sea la imagen que proyecto. La verdad es que no me desagrada en absoluto que lo piensen y me lo digan. Me encanta descubrir que todavía no he perdido ese "yo infantil", que no se ha ido esa niña, la que me gustaría llevar siempre dentro de mi corazón.

Mis amigos me aconsejan que espabile de una vez. Que deje de ser tan tonta y tan crédula. Tan inocente y tan ingenua. Que, hoy en día, no se puede ir por la vida viviendo en "los mundos de Yupi". Que deje de confiar en los demás. Que me baje de la nube ya y que deje de soñar tanto en tonterías que no me llevan a ningún sitio. Puede que tengan razón, quién sabe...

Y claro que lo he intentado, tuppernautas. No me ha quedado más remedio que hacerlo debido a las innumerables caídas y golpes, Nos ha pasado a todos, ¿o no? Y es que cuando sangra la herida de la decepción, intentas curarte lo antes posible, así que te desinfectas lo mejor que puedes y te pones una tirita hasta que, con el tiempo, cicatriza.

Lo hace, es su naturaleza. Aparentemente la herida desaparece, pero en realidad la marca siempre te acompaña. Y por supuesto, que he intentado seguir sus consejos, he intentado no confiar demasiado y he dudado de las buenas intenciones... Lo he intentado millones de veces, lo he hecho y lo sigo intentando... pero me sale mal. ¿Por qué? Porque luego me arrepiento. Me arrepiento porque siento en mi corazón que me estoy equivocando, que ese no es el verdadero camino que debo seguir. No me gustaría transformarme en una completa desconfiada para acabar viviendo, inevitablemente, en el agujero negro de la desconfianza perpetua.

Me arrepiento de haber caído en ocasiones en ese agujero, de haberme alejado de experiencias, de cosas y de personas por culpa de mis miedos y del temor al dolor que pudieran provocarme las caídas y las heridas.

Queridos tuppernautas, todos conocemos muy bien esa sensación. Todos sabemos qué es el miedo porque lo hemos experimentado desde el mismo día en que vinimos a este mundo. Existen múltiples modelos y de todos los colores: miedo a la soledad, a la decepción, al rechazo, al ridículo, al amor, al fracaso, a la vida, a la muerte, a la enfermedad, al compromiso, al cambio... Muchísimos miedos que nos hacen compañía sin pedir permiso, a lo largo de toda nuestra existencia.

Estos son nuestros auténticos frenos, los cuales se disfrazan de escudos protectores según la ocasión. Empezamos a creer en ellos. Creemos sus palabras. Nos ciegan y dejamos de arriesgar y -lo que es aún más imperdonable- dejamos de soñar. Nos paran en el camino para abrigarnos y protegernos del frío y de la lluvia. Quieren protegernos del dolor de las nuevas decepciones y frustraciones, de las lágrimas. Y así, al calorcito de su protección y comodidad, nos convertimos sin ser conscientes de ello en prisioneros de la inseguridad, la desconfianza y la cobardía. Prisioneros dentro una manejable celda a la que nos acostumbramos y de la que no queremos escapar.

Me arrepiento, entonces, cuando no me he dado la oportunidad de seguir andando. Cuando no he querido escapar. Cuando no he confiado ni en mí misma ni en los demás. Cuando no he tenido el coraje suficiente para avanzar. Me arrepiento... Siempre me ha hecho sentir vacía ese freno, ese escudo de aparente "bienestar".

Queridos tuppernautas, y me arrepiento -os vuelvo a repetir- porque siento en mi corazón que me estoy equivocando, que esa no es la verdadera dirección que debo seguir. Porque no me gusta transformarme en una completa desconfiada para acabar viviendo, inevitablemente, en el agujero negro de la desconfianza perpetua.

Lo cierto es que con los años me he ido dando cuenta -gracias a esos grandiosos sabios llamados experiencia y miedo-, de que lamentablemente ser así -"demasiado niña"- en la treintena duele. Duele pero quiero creer y creo en la esperanza de que puede acabar compensando.

Es doloroso -por ejemplo- descubrir y comprobar que a veces nada es lo que parece ser. Y que todo finge ser lo que no es. Todo aparenta ser y nada parece lo que no es. ¡Qué galimatías! El mundo al revés... ¿confiamos? Qué le vamos a hacer... Creo en la esperanza.

Me acuerdo otra vez de mi dulce cancioncilla: "Érase una vez un lobito bueno al que maltrataban todos los corderos...". La cándida niña de diez años la cantaba y la tocaba con su flauta en aquel patio. Cuánta inocencia. Solo unas cuantas frases, encerrando tanto significado, tanta sabiduría de vida... y ella sin saberlo todavía. Ella era feliz con su amiga y con esa mágica melodía. Lo recuerdo como si no hubiera pasado el tiempo. No quiero perderla. No quiero perder esa felicidad, esa magia.

Por eso la protejo, no la expulso. Mis maestros la experiencia y el miedo me han enseñado el significado de sus palabras, abriéndome la puerta para escapar cuando quiera y seguir confiando en mí y en los demás. ¿Por qué? Porque creo en la esperanza de que puede acabar compensando.

Queridos tuppernautas, hoy sé que no quiero perder la mirada de esa niña de diez años, aunque a veces duela. Por ello, me atrevo a apostar por volver a ser esa niña de nuevo. Esta vez una niña mejorada, reinventada en el tiempo con el regalo más grande jamás concedido: la sabiduría.





PD: "No hay cosa de la que tenga tanto miedo como del miedo". Michel Eyquem de Montaigne (1533-1592). Escritor y filósofo francés.




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