Queridos tuppernautas:
Ese día había tenido que ir a Madrid para solucionar cierto papeleo que andaba arrastrando y al que no había podido dar carpetazo aún, por lo complicado que suele resultar casi siempre lidiar con los indeseados trámites burocráticos. Y es que si la mala fama los acompaña, será por algo ¿o no?
Pues bien, aquellos indeseados e indeseables tuvieron la osadía de robarme casi todo el día -como ya imaginaba cuando me decidí por emprender esa batalla-, así que hambrienta, ya que ni siquiera había podido probar bocado alguno, y dado que me pillaba de paso, opté por coger el Metro hasta Pío XII y dirigirme -ya andando-, hacia la calle de Alfonso VIII.
Nada más subir las escaleras de la única salida disponible que me despedían de la boca de metro, a medida que iba ascendiendo hacia la superficie, comencé a sentir como la fresquita y apacible brisa del incipiente otoño se apoderaba de mi cuerpo y me devolvía a la vida, despertándome de mi momentáneo letargo para hacerme resurgir de mi atontamiento de papel, tinta e interminables colas.
Clavada como una farola en la aparente lustrosa acera y tras una profunda inspiración de cinco segundos, al fin empecé a andar camino de aquel olvidado paradero.
La última hora de la tarde lucía unos colores espectaculares, el tiempo me acompañaba favorable por la larga avenida que discurría sin abruptos impedimentos. No podía dejar de sonreír, montones de recuerdos -buenos y no tan buenos- se me agolpaban en la memoria, peleándose por saludarme a cada paso.
Hacía mucho tiempo que no visitaba aquella zona y lo cierto es que seguía más o menos igual. El mismo aire de rancio y alto abolengo se respiraba por la cara externa de esos altaneros muros, que siempre me provocaron un intenso escalofrío.
Mientras andaba, sumida en mis pensamientos, no dejaba de recordar, de pensar... Allí estaba de nuevo y parecía que el tiempo no hubiera pasado jamás, como si se hubiese quedado anclado en la época del silencio. Allí estaba yo otra vez, aproximándome a la avenida del Comandante Franco y a la calle de Alfonso VIII, con paso firme y ligero, disfrutando a mi manera del tiempo y del lugar.
Cuando me dispuse a dejar la avenida de Pío XII, para adentrarme en esas calles de tan sonoras e históricas denominaciones, mi mirada se detuvo en seco durante un breve pero certero instante en unos guantes que me parecieron de seda negra, y que alimentaban a todo un corrillo de palomas. A mi derecha, en un banco de ajada madera oscurecida muy pegado al arcén de la calzada, plantada como si el mundo no existiera, pude distinguir su enjuta y lánguida figura.
Se trataba de una mujer de mediana edad, tal vez de unos cincuenta y cinco años ... no me atreví a examinar su rostro en profundidad. Me llamaron la atención los extraños guantes que exhibía, y la elegante y afectuosa manera de cuidar de esas aves hambrientas. Ella sonreía levemente, con gesto de vacío y derrota, mientras una paloma se apresuraba hasta mis pies, lanzándome un arrullo de sonora bienvenida.
Huí el rostro a su melancólica mirada y seguí mi camino. Me dio vergüenza perturbar su calma y allí la dejé con su encomiable labor, rodeada y admirada por aquellos pájaros en derredor de las grises, gélidas e inquisitivas fachadas que flanqueaban ese lugar, a mis ojos, cada vez más enigmático.
El manto lumínico de tonos ámbar y carmesí del atardecer comenzaba a cubrir toda la travesía, trazada en cuesta. Me costaba mantener los ojos abiertos ante la intensidad de las luces del ocaso, que luchaban desesperadamente por no acabar desapareciendo en la noche impaciente. Con mi mano izquierda intentaba protegerme, tapándome como podía para que mis ojos no siguieran sufriendo la tortura de esa belleza cegadora.
Mirando al suelo, fue entonces cuando me fijé en la increíble hojarasca crepitante que tapizaba la acera a mi paso, metamorfoseándose, gracias al baño de luces que me deslumbraban, en una espectacular alfombra escarlata.
Al cabo de unos veinte minutos, y sintiéndome como la estrella protagonista de una película extranjera, obnubilada por los focos y recibida en tan hermosa alfombra, llegué a mi destino final: el número 11 de la avenida del Comandante Franco, esquina con Alfonso VIII.
La enorme placa numérica, que presidía la impresionante y pesada puerta metálica que constituía la entrada principal de la residencia, no dejaba lugar a la duda.
Nada parecía haber cambiado, salvo quizá la pintura que recubría las paredes de la fachada, y que recordaba con matices ocres y no en esos grises tan apagados y oscuros.
Durante cinco segundos la miré de arriba abajo sin pestañear. Acto seguido me decidí por llamar al telefonillo, que se encontraba ubicado justamente en la pared del lado izquierdo. Lo cierto es que nunca he podido comprender el porqué de ese empeño en que aquel estrafalario y desorbitado mamotreto, robara gran parte del espacio del muro para tan solo cuatro insignificantes botones. Me fue imposible fallar.
-Buenas tardes. ¿Quién llama?- vociferó una voz grave y contundente que reconocí al instante.
-¡Hola! Soy yo, papá.
-¿¡Cecé!?
-Sí, estaba por la zona y me ha dado por hacerte una visita así de improviso ja,ja,ja ...
Ya me conoces... Ábreme y ahora te cuento...
Mi padre algo sorprendido me abrió en un santiamén -vía corriente eléctrica- la voluminosa y blindada puerta exterior. Una vez dentro de la vivienda, la cerré rápidamente. Y a unos pocos pasos, como recordaba, me aguardaba una puerta de barrotes de hierro, una especie de verja por la que se dejaba entrever el empedrado de un pequeño patio interior. Avancé recorriéndolo lentamente y todavía podía sentir la añeja y taciturna solemnidad, por la que siempre se había caracterizado.
Sin perder más tiempo, no tardé en dirigir mi mirada ansiosa hacia la izquierda, donde un telón de cañas de bambú imponía su presencia en el filo del plomizo empedrado, con una colorida frescura que contrastaba al romper con la armonía monótona y sombría, que inundaba aquella lúgubre atmósfera.
Era como una especie de cortina traslúcida de naturaleza que separaba dos mundos. La línea divisoria entre las luces y las sombras, que daba paso a uno de los mayores tesoros de mi infancia.
Diez años habían transcurrido ya desde la última vez que lo vi. Allí estaba de nuevo, y el telón se abría ante mis ojos para ofrecerme la belleza de aquel oasis oculto entre los muros de frío hormigón.
Quise quedarme durante un largo rato contemplando toda la hermosura que me brindaba ese precioso jardín, cuya magia conseguía trasladar mi imaginación a increíbles lugares y a otro tiempo de siglos atrás.
El mejor recibimiento que podía tener. El verde del césped en su punto perfecto. Fresco y sedoso. La transparencia de la brisa y el agua, fundiéndose en una espléndida fuente de pequeñas dimensiones, construida en piedra de caliza. Quizá una imitación de alguna fuente del siglo XVIII. De esas que constaban de un pilón circular sobre el que se asentaba una columna labrada, y en la que aparecían esculpidos diferentes motivos alusivos al escudo heráldico de Madrid. Que lo fuera, nunca me importó.
Y todos los colores. Un sublime collage de diferentes naturalezas vivas. Un juego de flores de colores perfectamente entrelazadas y regadas con el agua de la felicidad, que repintaba casi un cuadro impresionista del mismísimo Claude Monet, dando vida a una especie de reinventado jardín de Giverny.
Una auténtica obra de arte -os lo aseguro- cuyo artífice, el artista, no era otro que mi padre: don Valentín Llorente Montero, el portero que aún hoy custodia el viejo edificio.
Más conocido como el Panilla por toda la zona de Chamartín, todavía los más longevos le recuerdan por su pasado como el panadero de un pequeño negocio familiar que le robó media vida, y del que ahora solo quedaba ese cariñoso apodo tan especial.
En su interior, al abrigo de aquel guardián, otra vez con los pies descalzos y sin reloj escondida en su paraíso particular, jugando con la imaginación y el tiempo, la niña emocionada volvió a verlo.
-¡Eres tú, has vuelto! Sabía que lo harías. Te estábamos esperando.
Continuará ...
PD: Primer capítulo de Las historias del Panilla. Dedicado a mi padre, uno de los mejores porteros de Chamartín y el mejor jardinero, sin duda.